martes, 15 de noviembre de 2016

SOLA. Narrativa. 1º Bachiller.



SOLA

Toda una vida para al final ¿qué?
Unos hijos que sólo se acuerdan de mí por Navidad, una pensión que no da para visitar a mis nietos y un cáncer que se va encerrando en cada célula de mi cuerpo.
Toda una vida con el hombre que no amé y que nunca me amó. Ochenta años y no sé qué es el amor.
Toda una vida trabajando para poder vivir. ¿Para qué? Unos dedos deformados por la artrosis, el frío instalado en mis huesos, manchas dibujadas por el sol en el rostro y el anhelo de no haber disfrutado en el alma.
No sé lo que es el mar, nunca he leído un libro porque mis ojos sólo saben unir las letras de mi nombre, nunca me quedará París y hace tiempo que no sé a qué sabe el chocolate. Mi última nieta se llama Irene y dicen que se parece a mí, yo no lo sé, nunca la he visto. Nunca he ido al teatro ni al cine, mi felicidad ha consistido en sobrevivir y hacer que otros sobrevivan. Y ahora… postrada y olvidada en este viejo sillón mullido, casi no siento ni los dedos de los pies del frío y estamos en verano, viendo las agujas del reloj a cámara lenta esperando a que el último de mis órganos deje, al fin, de funcionar. Deseo tanto que llegue ese momento… porque quizá, mi muerte, sea por lo único que a mi existencia se le puede llamar vida.
Todo este tiempo encerrada en estas cuatro calles, aislada en un pueblo predestinado a la extinción, a las ruinas. Aquí he visto más sufrimiento que alegría. He visto como demasiadas personas que apreciaba o quería no volvían, desde pequeña he sido testigo de una guerra y he crecido en la posguerra con más hambre que pena. Así que ya poco me asusta deshacerme de este arrugado pellejo. Aquí también he dado mi vida por los demás, padres, marido e hijos. Y ahora… sola. Aun así casi todos los días me visitan mis vecinas de toda la vida, me miran con compasión y pena, como si fuese un perro recién apaleado, me cuentan las buenas posiciones laborales que tienen sus hijos, lo guapos y listos que son sus nietos y que no me preocupe que no estoy sola, que las tengo a ellas para lo que necesite. Supongo que es lo que se suele decir en estos casos. Pero aunque aprecio que por lo menos me visiten, yo solo pido que alguien de los que quiero se acuerde de mí, pero quién va a querer saber algo de este saco de huesos enfermo y demacrado. Ya sólo soy un peso más que cargar.
Me paso los días sentada, esperando y a veces me da por pensar, porque es imposible no hacerlo. Mi existencia ha estado marcada por tanto sufrimiento, que llegando el final no sé cuál era el objetivo. He intentado recordar momentos de felicidad pero en casi todos aparecen mis hijos, y recordarlos me hace darme cuenta de que ya no están aquí conmigo, los recuerdos anteriores ya no existen en mi mente porque la vejez se alimenta de la memoria, así que como si nunca los hubiera vivido. Me da por pensar en, para qué ha servido tanta lucha, el dinero, la tristeza, la alegría, los sueños… si al final todo acaba en lo mismo.
Me siento indignada, no elegí vivir así, nadie me ha enseñado otra manera, las circunstancias han decidido por mí. La vida me ha utilizado como experimento, un desafortunado y mal experimento.
Interiormente río con amargura cada vez que veo a las personas felices por la tele o por mi ventana, pienso en qué sentirán por dentro cada vez que sonríen, porque debido a esta mala cabeza ya ni me acuerdo.
De pequeña sólo me enseñaron qué era el deber, nunca qué era la felicidad. Sobre todo con el tiempo descubrí que en el deber no había libertad y que cuando tenías libertad muchas veces no obtenías felicidad. Con el tiempo entiendes que la felicidad es una excusa para seguir viviendo. Con el tiempo aprendes a vivir, y entonces precisamente te falta eso, tiempo.
 En realidad mientras crecía, mientras “vivía” no me he planteado nunca como sería el final, ni si el camino hacia ese final estaba siendo agradable, ni si quiera me paraba a mirar el reloj. Porque vives viendo muerte pero nunca la tuya, y lo ves lejano o ajeno, como si ponemos el telediario y vemos una noticia de la guerra en oriente. Lo vemos tan lejos, tan fuera de nuestras vidas, que pensamos que no nos afecta, ni nos afectará.  Quizá fue mi ignorancia, o la falta de tiempo para pararme a pensar o simplemente que ahora tengo demasiado tiempo para hacerlo. Qué ironía. Tiempo es una de las muchas cosas que me faltan.
Me falta tiempo, salud, cariño, recuerdos, juventud, brillo en los ojos… hasta se me han acabado las pastillas de la jaqueca. Siempre he tenido muchas carencias, pero quizá antes eran menos relevantes.
A lo largo de la vida se van cerrando puertas, algunas se vuelven a abrir, pero la mayoría se quedan cerradas. Hasta que llegas al final del pasillo y solo hay una. No puedes hacer otra cosa que cerrar los ojos y cruzarla, no vale ir marcha atrás, es la única puerta que siempre cruzamos todos.
Me siento tan pequeña, como una hormiga. Cuando pisas una hormiga no se nota, el hormiguero sigue adelante, funciona igual. Cuando muera pasará lo mismo, todo seguirá su ritmo, nada habrá cambiado. Mi existencia no ha sido relevante en ningún sentido, mi muerte tampoco lo será. He sido una hormiga más, normal. Es el peor calificativo, es gris, monótono, indiferente, desapercibido, normal... Nunca me ha gustado ser normal y es justo lo que he acabado siendo.
Son las once y media, cada día me duermo más tarde, porque pienso que para qué, ya tendré tiempo de descansar. Toda la eternidad. Miro la ventana, desde siempre me ha gustado mirar el cielo estrellado en verano. Cada vez aprecio más todas esas tonterías.
En la mesita junto a la ventana, la foto de mi marido me observa. Me invaden la mente esos pocos recuerdos que aún conservo. Nostalgia me inunda y da paso a tristeza. Hace tiempo que no le llevo flores, nunca me ha gustado ser partícipe de esa hipocresía. Las flores están más bonitas en los jardines, en los campos. Las arrancamos, las matamos y las llevamos a un lugar horrendo lleno de muerte intentando que den vida, pero a los dos días ya están marchitas y no hay nada más triste que un cementerio un días tres de noviembre.
Subí a la salita que mi marido usaba para guardar todas sus fotografías (era muy aficionado), de vez en cuando me gustaba verlas porque me hacía saborear el momento de la instantánea, a veces incluso me venía el olor del momento en que tomó la foto, últimamente eso casi no me ocurría.
Había una foto en la que aparecíamos todos, mis padres, mi esposo y mis niños… me vino el olor a azahar, era una foto del verano, en blanco y negro por supuesto pero recuerdo todos los detalles de la escena. Estábamos en una pequeña piscina que habían construido en el pueblo, era domingo. Los niños eran pequeños y ese día disfrutaron un montón… todos disfrutamos mucho. Recuerdo que poco después mi padre cayó enfermo. Quizá en esos momentos que la memoria se empeña en arrebatarme fui realmente feliz…
Una lágrima repentina cayó sobre la foto.

Sola. Sin decirle ni un te quiero, ni un último abrazo o beso, sin conocer a la mitad de sus nietos. La vecina de la casa de al lado me llamó esta mañana y me dijo que fue a llamarla a las diez para ayudarle a preparar el desayuno, pero no contestaba, uso la copia de llave que tenía por si pasaba algo. Me ha dicho que se la encontró sentada en el sillón de papá con una fotografía empapada de lágrimas en la mano y todos los álbumes de recuerdos por el suelo.
Sola, Mamá había muerto.

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