SOLA
Toda
una vida para al final ¿qué?
Unos
hijos que sólo se acuerdan de mí por Navidad, una pensión que no da para
visitar a mis nietos y un cáncer que se va encerrando en cada célula de mi
cuerpo.
Toda
una vida con el hombre que no amé y que nunca me amó. Ochenta años y no sé qué
es el amor.
Toda
una vida trabajando para poder vivir. ¿Para qué? Unos dedos deformados por la
artrosis, el frío instalado en mis huesos, manchas dibujadas por el sol en el
rostro y el anhelo de no haber disfrutado en el alma.
No sé
lo que es el mar, nunca he leído un libro porque mis ojos sólo saben unir las
letras de mi nombre, nunca me quedará París y hace tiempo que no sé a qué sabe
el chocolate. Mi última nieta se llama Irene y dicen que se parece a mí, yo no
lo sé, nunca la he visto. Nunca he ido al teatro ni al cine, mi felicidad ha
consistido en sobrevivir y hacer que otros sobrevivan. Y ahora… postrada y
olvidada en este viejo sillón mullido, casi no siento ni los dedos de los pies
del frío y estamos en verano, viendo las agujas del reloj a cámara lenta
esperando a que el último de mis órganos deje, al fin, de funcionar. Deseo
tanto que llegue ese momento… porque quizá, mi muerte, sea por lo único que a
mi existencia se le puede llamar vida.
Todo
este tiempo encerrada en estas cuatro calles, aislada en un pueblo predestinado
a la extinción, a las ruinas. Aquí he visto más sufrimiento que alegría. He
visto como demasiadas personas que apreciaba o quería no volvían, desde pequeña
he sido testigo de una guerra y he crecido en la posguerra con más hambre que
pena. Así que ya poco me asusta deshacerme de este arrugado pellejo. Aquí
también he dado mi vida por los demás, padres, marido e hijos. Y ahora… sola.
Aun así casi todos los días me visitan mis vecinas de toda la vida, me miran
con compasión y pena, como si fuese un perro recién apaleado, me cuentan las
buenas posiciones laborales que tienen sus hijos, lo guapos y listos que son
sus nietos y que no me preocupe que no estoy sola, que las tengo a ellas para
lo que necesite. Supongo que es lo que se suele decir en estos casos. Pero
aunque aprecio que por lo menos me visiten, yo solo pido que alguien de los que
quiero se acuerde de mí, pero quién va a querer saber algo de este saco de
huesos enfermo y demacrado. Ya sólo soy un peso más que cargar.
Me
paso los días sentada, esperando y a veces me da por pensar, porque es
imposible no hacerlo. Mi existencia ha estado marcada por tanto sufrimiento,
que llegando el final no sé cuál era el objetivo. He intentado recordar
momentos de felicidad pero en casi todos aparecen mis hijos, y recordarlos me
hace darme cuenta de que ya no están aquí conmigo, los recuerdos anteriores ya
no existen en mi mente porque la vejez se alimenta de la memoria, así que como
si nunca los hubiera vivido. Me da por pensar en, para qué ha servido tanta
lucha, el dinero, la tristeza, la alegría, los sueños… si al final todo acaba
en lo mismo.
Me
siento indignada, no elegí vivir así, nadie me ha enseñado otra manera, las
circunstancias han decidido por mí. La vida me ha utilizado como experimento,
un desafortunado y mal experimento.
Interiormente
río con amargura cada vez que veo a las personas felices por la tele o por mi
ventana, pienso en qué sentirán por dentro cada vez que sonríen, porque debido
a esta mala cabeza ya ni me acuerdo.
De
pequeña sólo me enseñaron qué era el deber, nunca qué era la felicidad. Sobre
todo con el tiempo descubrí que en el deber no había libertad y que cuando
tenías libertad muchas veces no obtenías felicidad. Con el tiempo entiendes que
la felicidad es una excusa para seguir viviendo. Con el tiempo aprendes a
vivir, y entonces precisamente te falta eso, tiempo.
En realidad mientras crecía, mientras “vivía”
no me he planteado nunca como sería el final, ni si el camino hacia ese final
estaba siendo agradable, ni si quiera me paraba a mirar el reloj. Porque vives
viendo muerte pero nunca la tuya, y lo ves lejano o ajeno, como si ponemos el
telediario y vemos una noticia de la guerra en oriente. Lo vemos tan lejos, tan
fuera de nuestras vidas, que pensamos que no nos afecta, ni nos afectará. Quizá fue mi ignorancia, o la falta de tiempo
para pararme a pensar o simplemente que ahora tengo demasiado tiempo para
hacerlo. Qué ironía. Tiempo es una de las muchas cosas que me faltan.
Me
falta tiempo, salud, cariño, recuerdos, juventud, brillo en los ojos… hasta se
me han acabado las pastillas de la jaqueca. Siempre he tenido muchas carencias,
pero quizá antes eran menos relevantes.
A lo
largo de la vida se van cerrando puertas, algunas se vuelven a abrir, pero la
mayoría se quedan cerradas. Hasta que llegas al final del pasillo y solo hay
una. No puedes hacer otra cosa que cerrar los ojos y cruzarla, no vale ir
marcha atrás, es la única puerta que siempre cruzamos todos.
Me
siento tan pequeña, como una hormiga. Cuando pisas una hormiga no se nota, el
hormiguero sigue adelante, funciona igual. Cuando muera pasará lo mismo, todo
seguirá su ritmo, nada habrá cambiado. Mi existencia no ha sido relevante en
ningún sentido, mi muerte tampoco lo será. He sido una hormiga más, normal. Es
el peor calificativo, es gris, monótono, indiferente, desapercibido, normal...
Nunca me ha gustado ser normal y es justo lo que he acabado siendo.
Son
las once y media, cada día me duermo más tarde, porque pienso que para qué, ya
tendré tiempo de descansar. Toda la eternidad. Miro la ventana, desde siempre
me ha gustado mirar el cielo estrellado en verano. Cada vez aprecio más todas
esas tonterías.
En
la mesita junto a la ventana, la foto de mi marido me observa. Me invaden la mente
esos pocos recuerdos que aún conservo. Nostalgia me inunda y da paso a
tristeza. Hace tiempo que no le llevo flores, nunca me ha gustado ser partícipe
de esa hipocresía. Las flores están más bonitas en los jardines, en los campos.
Las arrancamos, las matamos y las llevamos a un lugar horrendo lleno de muerte
intentando que den vida, pero a los dos días ya están marchitas y no hay nada
más triste que un cementerio un días tres de noviembre.
Subí
a la salita que mi marido usaba para guardar todas sus fotografías (era muy
aficionado), de vez en cuando me gustaba verlas porque me hacía saborear el
momento de la instantánea, a veces incluso me venía el olor del momento en que
tomó la foto, últimamente eso casi no me ocurría.
Había
una foto en la que aparecíamos todos, mis padres, mi esposo y mis niños… me
vino el olor a azahar, era una foto del verano, en blanco y negro por supuesto
pero recuerdo todos los detalles de la escena. Estábamos en una pequeña piscina
que habían construido en el pueblo, era domingo. Los niños eran pequeños y ese
día disfrutaron un montón… todos disfrutamos mucho. Recuerdo que poco después
mi padre cayó enfermo. Quizá en esos momentos que la memoria se empeña en
arrebatarme fui realmente feliz…
Una
lágrima repentina cayó sobre la foto.
Sola. Sin decirle ni un te quiero, ni un
último abrazo o beso, sin conocer a la mitad de sus nietos. La vecina de la
casa de al lado me llamó esta mañana y me dijo que fue a llamarla a las diez
para ayudarle a preparar el desayuno, pero no contestaba, uso la copia de llave
que tenía por si pasaba algo. Me ha dicho que se la encontró sentada en el
sillón de papá con una fotografía empapada de lágrimas en la mano y todos los
álbumes de recuerdos por el suelo.
Sola, Mamá había muerto.
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